viernes, 21 de abril de 2017

LAS SANDALIAS DE LA REINA

Mónica Marchesky



 Martha no podía creer que estuviera pisando suelo egipcio. El trayecto hasta el hotel, terminó con un largo periplo que comenzó en la terminal aérea de Montevideo, pasando por Buenos Aires, Londres, Estambul y finalmente El Cairo.
Siempre se preguntó por qué la atraía tanto la cultura egipcia. Desde chica, tuvo la convicción de que algún día, llegaría a ver la obra colosal de los faraones que tantos misterios encerraban, aún en nuestros tiempos.
Se había preparado para el encuentro, estudiando y perfeccionándose hasta llegar a ser una experta egiptóloga.
Su casa en las afueras de la ciudad, estaba rodeada de jardines, custodiada por dos grandes mastines que se perdían entre estatuas de piedra que bordeaban un pequeño estanque. En el interior, predominaba una decoración egipcia, reproducciones, jarrones, escarabajos en oro, objetos que había adquirido en remates y casas de antigüedades.
La Sociedad de Egiptología le había propuesto el viaje ya que se realizaría en los próximos días un congreso en El Cairo, y su original ponencia de conservación de los elementos arquitectónicos basados en láser, el cual no era invasivo para las partículas, había despertado gran interés entre sus colegas. Este viaje desenmascararía sus visiones fetichistas o la atraparía para siempre. Quiso ir unos días antes del congreso, luego no tendría tiempo, atrapada en sesiones agotadoras, ponencias interesantes y debates y foros que no quería perderse. Tenía sólo familiares lejanos que no veía muy seguido y pocos amigos; esta experiencia la quiso realizar en solitario, tratando de encontrar el objetivo de su vida.
Comenzó a recorrer las calles atestadas de gente y se detuvo ante una tienda donde le llamó la atención unas diminutas estatuillas que le recordaron los objetos votivos del antiguo Egipto, los cuales eran su debilidad.
                                            ¡Pruébeselas! –dijo el hombre cuyo rostro se confundía entre abalorios y cerámicas de dudosa procedencia–. ¡Pruébeselas! –repitió extendiéndole unas viejas sandalias que sostuvo delante de los ojos de Martha.
Las tomó en sus manos y notó que eran suaves a pesar del aspecto tosco y arrugado.
                                            ¡Shamir! El gran ilusionista –gritó, sorprendiéndola al salir de su refugio– ¡Le regala momentos de aventura! –al ver que ella dudaba, prosiguió–. ¿A quién cree que pertenecieron estas sandalias? –ahora en un tono intimista.
                                            Pues, déjeme ver –contestó Martha que en realidad se estaba poniendo nerviosa, puesto que la gente ya se había acercado a observar el show del acalorado vendedor, que levantando los brazos hacía volar su túnica en un día asfixiante.
                                            ¡Son las sandalias de la reina Nefertari! –dijo caminando alrededor de los casuales interlocutores que lo seguían con la mirada–. ¡Confeccionadas en fibra vegetal!
                                            ¡Ooooooh! –murmuraron a coro los turistas entre incrédulos y asombrados.
                                            ¡Pasen! –gritó el vendedor con una rapidez que solo los años dedicados a la profesión le habían enseñado–. ¡Pasen señores! Que dentro encontrarán lo que buscan. ¡Objetos para que puedan vivir las experiencias de los reyes y dioses!
                                            ¡Shamir! –le gritó un joven de atrás del grupo–. ¿Tienes “El libro de los muertos?”
                                            ¡El libro de los muertos! –retomando la frase del muchacho, agregando sin pausa y haciendo sonar un amuleto metálico que pendía de su cuello, con el choque de anillos que le cubrían parte de los dedos.
“¡Los siete escorpiones de Isis! ¡Los ungüentos del faraón Amenofis! ¡El collar Menat de la diosa Hathor! ¡Las dos plumas del dios Horus! –gritando a los turistas que en tropel entraban a la tienda en busca de una aventura.
“¿Y bien? –dijo Shamir volviéndose a Martha–. ¿Cuánto pueden valer para usted las sandalias de la reina Nefertari?
Martha sabía que las sandalias de Nefertari habían sido encontradas en su tumba en la antigua Tebas, y que decoraban actualmente un escaparate en el museo Egipcio de Torino, pero quiso seguirle el juego...
                                            Si realmente son sus sandalias –contestó Martha dudando–. No tienen valor.
Pensó en la ardua tarea de llegar a un acuerdo con el vendedor, pero inesperadamente Shamir cambió su tono grotesco y burlón volviéndose complaciente y amable.
                                            ¡Lléveselas! Son hechas a su medida mi reina –y se perdió en el interior de la tienda sin que Martha pudiera reaccionar. Se las guardó en el bolso y se dirigió al hotel.
Luego de una ducha, se cambió de ropa y con ansiedad se calzó las sandalias que se amoldaron a sus pies; saldría a cenar y pensó que tendría que usarlas, o se perdería la sensación de estar caminando con el calzado de la reina Nefertari... aunque fuera solo una ilusión.
¿Llegaría algún día a sentir como Nefertari el amor que Ramsés II le había entregado a su reina? Ella aún no había encontrado a su faraón. Conservaba el aspecto de adolescente; una piel morena y su larga cabellera negra ondulada, le conferían una belleza singularmente exótica. Aunque ella se definía como “común, demasiado delgada y algo insulsa”.
Estaba demasiado excitada por encontrarse entre esos monstruos de piedra, entre las imágenes que tantas veces había recorrido con el dedo en los textos de estudio. Con gesto responsable marcó el recorrido de los lugares que debía visitar. Al día siguiente se dirigiría a Abu Simbel dónde la esperaba un espectáculo sin precedentes; por lo menos eso era lo que anunciaban los carteles en la entrada del hotel. Se anotó para la visita y el guía le garantizó sorpresas y show de luces, algo que según el entusiasta joven no se olvidaría jamás.
Estaba ansiosa, le quedaban algunos días para visitar templos y el museo de El Cairo y los sentimientos que la acosaban cada vez que se encontraba de viaje eran esta vez muy fuertes. Una parte quería descansar y extrañaba la rutina, pero la parte aventurera, le pedía más acción, no la dejaba sentir el cansancio físico, la incitaba a cometer excesos. Aunque había tomado todas las precauciones para cuidarse del sol, la sequedad del clima y el calor se habían adueñado de su cuerpo, la piel bronceada la hacía sentirse con algunos años menos, pensó sonrojándose que era una típica adolescente de cuarenta y cinco años.
Regresó al hotel y al entrar a la habitación la envolvió un aroma a flores. Aún tenía en los ojos las imágenes de las pirámides de Mit-Rahina y Saqqara que despertaron en ella una pasión incontrolable por Egipto y se sentía ansiosa con la visita del templo que el faraón había ordenado en honor a su reina.
Caminó hacia la ventana, el ruido de la calle, las luces, el sonido de los vehículos la hizo sentirse viva. Notó el contraste con la gran mole de arena del desierto, solitario, durmiendo un letargo misterioso, y se sintió como en su casa.
Pensó: ¿cómo habría sido en realidad ese gran día en el que la reina amada y venerada por su esposo visitara por primera vez el templo?
Se despertó con un sobresalto al escuchar música y gente que corría por los pasillos del hotel. Suavemente se abrió la puerta y entraron cuatro doncellas risueñas y hermosas, muy jóvenes, llevaban el cabello con tirabuzones a ambos lados de la cara y uno más grueso en la espalda, coronados por una diadema de turquesa y lapislázuli.
Al llegar frente a Martha se inclinaron hasta el suelo en una profunda reverencia y le sonrieron cómplices e inmediatamente comenzaron con la labor de desvestirla. Dio un paso hacia atrás y las doncellas le indicaron el baño a lo que accedió a seguirlas, pensó que sería parte de la representación. Como ese día recorrerían el templo, tal vez recrearían el momento y con agrado se dejó llevar.
Luego de desvestirla, siempre en respetuoso silencio, le untaron el cuerpo con ungüento de terebinto e incienso, mezclado con semillas y perfumado con flores naturales. Los preparativos siguieron en otra sala, le acercaron una silla con un alto respaldo incrustado en oro, plata, turquesas, cornalinas y lapislázuli. Una de las doncellas llenó jarrones con flores de loto, otra la abanicó con plumas de ganso, y la última, la que parecía prevalecer sobre las otras, le acercó vestidos de suave lino. Martha eligió uno muy sutil, que le marcaba los rasgos femeninos. La misma doncella que parecía ser la vestuarista, le mostró un cofre de madera tallado, donde se podía observar joyas con diseños increíbles. Se quedó con un collar pectoral de escarabajo, realizado en oro con incrustaciones en piedras semipreciosas, un brazalete y una diadema finamente elaborados. Otra de las chicas le realizó un complicado peinado, le acercó un té de hierbas que le supo a menta y algún bocadillo para el desayuno. Estaba todo bajo control, pero la demora de los preparativos la estaba poniendo impaciente; sin darse cuenta habían pasado dos horas y las muchachas seguían aún ajustando detalles. “Solo un toque más” le acotó la maquilladora, mientras con suma pericia deslizaba un pincel vegetal sobre sus ojos y labios.
                                            Mebet-tui (señora de las dos tierras) –le dijo y se alejó de frente para reunirse con las otras muchachas que habían terminado y contemplaban el resultado de su trabajo.
Martha se puso de pie con mucho cuidado tratando de mantenerse erguida, el atuendo era pesado, pero no incómodo y caminó con desenvoltura.
Aun resonaban en su oído las palabras Mebet-tui que le había dicho la maquilladora; pensó cuánto realismo había puesto la producción del espectáculo.
Al presentarse en la puerta, las personas que con alegres sonidos se entretenían, callaron y quedaron tan asombrados como ella, cuando vieron a una Nefertari impostora, pero muy bien lograda.
Notó que algo en el hotel había cambiado: las paredes sin otros adornos que frisos representativos de la vida cotidiana, aberturas sin puertas y escaso mobiliario.
Comenzó a sentirse abrumada por los objetos que reconocía a cada paso, los cuales deberían estar en museos de todo el mundo y estaban allí frente a sus ojos y parecían verdaderos; pensó que todas esas reproducciones engañarían al más experto.
Al llegar al templo todos se inclinaron hasta el suelo en señal de reverencia. Martha no salía de su asombro, vio rostros aceitunados, sudorosos, algunos alegres, otros tristes y apagados. Franqueando la puerta principal del templo mayor se encontraban cuatro colosales estatuas sedantes de Ramsés II.
En el templo más pequeño, dedicado a Nefertari y a la diosa Hathor, pequeñas estatuas de Ramsés II, de Nefertari y de sus hijos adornaban la fachada. Al entrar, un frío le recorrió el cuerpo, sabía que era un templo funerario y eso la hizo estremecer.
Sentado y con toda la omnipotencia de un Rey la esperaba un hombre cuyo parecido a Ramsés era increíble. Martha pensó que habían encontrado el doble perfecto para el espectáculo: robusto, bello, de perfil aguileño, dominante. Ramsés se irguió ante Martha y tomando su mano pronunció las palabras: Hermet-nesu-weret (gran esposa real), y a continuación declaró: “rica en alabanzas”, “dulce amor” y “bella de rostro” dedico este templo en tu honor para que siempre estés a mi lado...
En ese momento hubo una gran revuelta en las afueras del templo.
                                            ¡Hititas! ¡Hititas! -gritaron las personas que hacía solo un momento la habían escoltado al templo, y corrieron a resguardarse, mientras sus casas eran quemadas.
Martha no lograba coordinar las ideas, el espectáculo era muy bonito y ella estaba viviendo lo mismo que Nefertari, pero no le gustaba ese ensañamiento con los jóvenes, sus mujeres e hijos. Era demasiado real y no lo podía entender.
Un séquito de guardias armados se apresuró a sacar al Faraón por uno de los pasillos mientras que otros la protegían a ella y deprisa la guiaban hacia una galería. Al mismo tiempo, una emboscada se desplegaba en los corredores del templo, los guardias eran abatidos y dos fuertes y enormes brazos la asieron por la cintura, la arrastraron hasta el exterior y la subieron a un caballo hasta perderse en las arenas del desierto.
Arribaron en la noche a un campamento desordenado, mugriento y con olor a sangre. Martha se sacó el tocado de la cabeza, esperando que terminara pronto toda esa burda representación, y poder volver al hotel.
                                            Lamento hacerte pasar por esto –le dijo una voz profunda a su espalda, era el mismo Ramsés que había visto sentado en el templo.
                                            ¿Pero que es todo esto que está sucediendo? –preguntó Martha desconcertada
                                            Son los Hititas que no se dan por vencidos –dijo Ramsés paseando de un lado a otro preocupado, haciendo grandes ademanes–. A pesar de los años de lucha con Muwatalli, a pesar de Qades, siguen cada tanto molestando a nuestro pueblo...
                                            ¡Mi señor! –gritó un guardia desde afuera–. Debemos movilizarnos antes de que amanezca –a la vez que se introducía en la improvisada tienda.
                                            ¡Protege a la reina con tu vida! –le dijo Ramsés al guardia tomándolo por los hombros–. Nos vemos en Wasit (Tebas) y espero encontrarlos sanos y salvos. ¡No hay tiempo que perder –agregó cubriendo a Martha con una túnica de grueso lino, mientras la ceñía contra su cuerpo.
Se sintió tan cobijada en ese abrazo que no habló, se limitó a disfrutar el momento, estremeciéndose junto al cuerpo de Ramsés. Cerró los ojos y una sonrisa le agrietó los labios resecos, mientras las lágrimas se ocupaban del tan minucioso maquillaje.
Los acontecimientos estaban pasando muy rápido y Martha no había tenido tiempo de pensar en nada, los sucesos se desencadenaban como si estuvieran programados, como si cada personaje supiera que era lo que tenía que hacer en la representación histórica.
                                            ¡Vamos mi reina! –le recordó el guardia, mientras la guiaba por una salida hacia lo desconocido.
                                            ¿Adónde me lleva? –preguntó mientras corrían hacia los caballos–. ¿De vuelta al hotel? –al no tener respuesta del guardia, detuvo su marcha y le retiró la túnica que le cubría el rostro.
                                            ¡Shamir! –gritó–. ¡Gracias a dios!
                                            Vengo por las sandalias –dijo sin preámbulos, apretándole el brazo, hasta lastimarla.
La confusión de Martha era una embriaguez que le consumía los sentidos, pero de algo estaba segura, si le entregaba las sandalias a Shamir, todo se esfumaría.
                                            ¡No! –gritó a la vez que comenzó una loca carrera.
                                            ¡Debe entregármelas! –le gritó Shamir persiguiéndola.
Cuando logró alcanzarla se miraron interrogativos y confusos.
                                            No querrá reemplazar a Nefertari –dijo Shamir, jadeando.
                                            ¿Por qué no? –preguntó Martha casi suplicando.
                                            Ha sentido el amor como ella lo tuvo y como usted nunca lo había imaginado, pero también sufrirá la muerte de la reina que sucederá en unas horas...
                                            ¡No tengo miedo a morir, he sentido la ilusión de ser amada! –gritó a la vez que se liberaba de Shamir.
                                            Puedo ofrecerle otras emociones, aunque no sé si tan intensas como ésta –aseguró el vendedor.
Un insistente golpe en la puerta la despertó.
                                            ¿Señora?
                                            ¿Qué? –atinó a balbucear.
                                            Señora, soy uno de los guías de la visita al templo.
                                            Un momento –dijo a la vez que se miraba los pies descalzos y revisaba su ropa y cabello.
Al abrir la puerta de la habitación se encontró con la cara preocupada del guía quién le explicaba que la visita a Abu Simbel se había cancelado por motivos de seguridad: había ocurrido un atentado en el centro de la ciudad.
Escuchó disculpas y rechazó una visita al Museo.
Con paso decidido se dirigió a la tienda de Shamir, entró sin llamar.
                                            La estaba esperando –dijo Shamir entre túnicas de colores y objetos de todo tipo.
                                            Me voy en dos días.
                                            Usted no se irá nunca de Egipto –sentenció Shamir extendiéndole un objeto envuelto en papel de seda.
                                            ¿Qué es? –preguntó estrujando el fino papel.
                                            Ya lo sabrá... sólo que esta vez...
                                            ¿Lo encontraré nuevamente? –interrumpió Martha.
                                            Sí.
                                            Usted es…
                                            El albacea de los objetos reales –y se perdió en el interior de su tienda.
Martha desenvolvió el sistro sagrado de la diosa Hathor.


LA TESIS

Mónica Marchesky

Soy estudiante de Antropología y debía realizar una Tesis acerca de las haniwa tan emblemáticas y con un contenido existencialista y mortuorio. Siempre me atrajeron los temas oscuros, pero éste era un verdadero desafío. Recurrí a libros y bibliotecas que solo mencionaban vagamente a las tan huidizas esculturas de arcilla. Me encontraba en una situación desesperada y sin solución aparente. La Cultura Japonesa estaba tan lejos de este Montevideo que se presentaba gris y lluvioso, que mi desánimo iba en aumento.

Deambulé por las calles buscando unos ojos rasgados, una fisonomía que los delatara, me pregunté sin respuestas ¿Por qué acá en Uruguay no hay un barrio Japonés como en casi todas las partes del mundo?..

Recordé que en una de las calles principales de la Capital se encontraba una casa donde vendían productos japoneses y hacia allá dirigí mis pasos.

Al entrar, se respiraba un aire distinto, una música suave y acariciadora dominaba el ambiente, coronada por inciensos y toda clase de elementos decorativos, pensé que había llegado a una pequeña porción del territorio japonés y me alegré... pero mi desilusión fue mayúscula, cuando del otro lado del mostrador me atiende una chica caucásica, sin un atisbo de sangre japonesa en sus venas. Mi cara fue lo suficientemente delatora como para que la muchacha se diera cuenta de mi preocupación. Me comentó que el verdadero dueño del negocio casi no salía de su residencia.

Al preguntarle por si tenía algún material que pudiera estudiar de las haniwa no supo que contestarme, pero desde el interior de la tienda se oyó que la llamaban y se disculpó por un momento. Pensé que detrás de esa gruesa cortina se hallaba mi respuesta y esperé. Volvió sonriente con unos objetos en sus manos. Doboko me decía mientras me mostraba unas armas de cobre. Dotaku repetía al hacer sonar unas hermosas campanas de bronce, finalmente puso en mis manos dos figuritas de arcilla diciéndome Dogu, tratando de convencerme que era eso lo que buscaba, pero yo estaba segura de que dogu no era haniwa y se lo comuniqué. Un movimiento brusco se sintió detrás de la cortina y supe que tenía que retirarme. Al salir nuevamente a la calle ya no llovía, pero una humedad pegajosa dominaba todo el ambiente. Quedé parada en la acera sin saber que hacer, de pronto una voz en mi cuello me dice haniwa, haniwa. Reconozco que soy muy impresionable, y un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Miré instintivamente y vi a un anciano japonés que se ocultaba detrás de una gabardina y un sombrero, supe que era el que estaba en la tienda, sus ojos me interrogaron, hurgaron en mi interior, buscando el límite que me hiciera ceder en el motivo de mi investigación, pero me mantuve firme, debía encontrar una historia que avalara mi tesis. Sus manos aferraron mi brazo de modo intimidatorio y al no lograr su objetivo me dijo que lo siguiera a distancia. Tomó un ómnibus con destino a los suburbios de la ciudad, yo me senté detrás de él, sin hablarle. Recorrimos una media hora hasta llegar a un barrio donde había pocas construcciones, unas, alejadas de otras, con amplios jardines y grandes fondos, casas señoriales donde en tiempos pasados, las damas y caballeros de la sociedad montevideana tenían sus haciendas de descanso solariego.

Lo seguí hasta el interior de la mansión. Comenzó a descorrer las cortinas en un gesto mecánico; afuera el día seguía gris. Se manejaba en su casa como un actor de kabuki, sus movimientos eran exactos, perfectos, elásticos. Me ofreció sake, bebimos sin hablar. Noté como el color se le subía a las mejillas, de pronto, desapareció. Lo esperé impaciente, recorriendo la gran sala, donde pude ver cuadros que representaban wamono, seguidos de bellísimas imágenes de mujeres con sus kimonos y obi de todos los colores. Al rato volvió con la vestimenta kabuki, y pensé que no me había equivocado, un traje suntuoso, extravagante, una enorme peluca y un maquillaje que según me hizo entender se llamaba benkei saru-guma, con tonos azules y marrones. Me contó que en sus tiempos de juventud, representaba a un hombre que se encargaba de guiar a las almas en su última morada, una obra oscura y legendaria plagada de misterios. Me pareció gracioso y mientras seguía con su orgulloso desfile de trajes, objetos antiguos, armas y todo tipo de elementos extraños a mis ojos, decidí que era el momento de retomar el tema por el que me encontraba en su casa. Al decirle haniwa, su cara pintada y graciosa, se transformó en una mueca, se detuvo el tiempo como en una imagen mie, quedé también estática, sin saber que hacer, apenas respiraba. Algo en mi interior me decía que estaba en el lugar equivocado a la hora señalada, pero era la pista más certera para mi tesis y no podía dejarla escapar. Se fue desatando la tensión y pude respirar, el viejo japonés que nunca supe como se llamaba volvió a servir sake, lo bebí todo de una vez tratando de calmar mi nerviosismo.

Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es que el anciano se acercó y me dijo: “No hay haniwa sin cuerpo”.


Un frío me recorría el alma, no atinaba a darme cuenta qué era lo que estaba pasando, abrí los ojos lentamente y pude ver sobre mí una tela azul que me envolvía, la humedad de la tierra me había despertado del sueño, provocado por algún somnífero colocado en el vino. Sentí la respiración jadeante del anciano que revolvía la tierra y comencé a tratar de soltarme de la mortaja, sacudiendo mi cuerpo, aguantando un grito que quería escapar de mi garganta. Cuando al fin  pude liberarme, asomé la cabeza y vi al anciano que cavaba una tumba. Había comenzado a llover nuevamente y hacía su trabajo menos pesado. Al costado del hueco pude observar una figura de arcilla con mis rasgos que terminó de convencerme del desequilibrio emocional del actor. Corrí descalza hacia la calle, con la improvisada mortaja aún sobre mis hombros, como un ajusticiado que escapa de su verdugo.

Así en ese estado me recogió una patrulla de policía. Descalza, sucia, mojada y con un pedazo de tela cubriendo mi cuerpo. Tuve que hacer muchas concesiones para comprobar que era quién decía ser. Les dije que era estudiante de antropología y realizando una excavación en un terraplén, éste, por acción de la lluvia, se vino sobre mí, casi enterrándome. Me creyeron y finalmente me llevaron a casa, aconsejándome una ducha y un buen descanso.

La frase que defendió mi tesis acerca de las esculturas de arcilla que se levantaban en el exterior  de las tumbas fue:”No hay haniwa sin cuerpo”


GLOSARIO

haniwa : escultura de arcilla que se levantaban en el exterior de las tumbas.

Doboko: armas de cobre

Dotaku: campanas de bronce

Dogu: figuritas de arcilla

Kabuki: forma popular del teatro japonés.

Sake: bebida alcohólica japonesa.

Wamono: tragedias familiares

Kimono: vestido tradicional.

Obi: franja ancha que ajusta el kimono.

Benkei saru-guma: hombre fuerte aunque gracioso.


Mie: el momento de mayor intensidad emocional que expresa a través de una imagen congelada.

miércoles, 19 de abril de 2017

UN AÑO DE AUSENCIA






Afuera, callada estaba, la sonrisa del tiempo.
Llovía.
Con un murmullo pesado y sonoro, las ramas de los árboles golpeaban sin piedad, una y otra vez, la ventana de madera.
Era la misma ventana por la que un día, la vio partir en silencio, llevándose los jazmines de la luna eterna. En aquel tiempo, tenía un color marrón barnizado.
Recordó con nostalgia el día que la habían pintado. La recordó a ella sobre un banquito de mimbre, con un pañuelo de margaritas que retenía con audacia sus rebeldes cabellos. La recordó con un delantal plasmado de tanto trabajo, de tanta esperanza que revoloteaba en su falda. Siempre con alegría; esa constante cascada que inundaba la casa y el parque.
Era la misma ventana, pero ya no existía el color; ya no veía a través de ella los árboles sombríos y misteriosos como fábulas milenarias, sublevándose ante los años.
Ya no veía…solo miraba sin ver.
La vida con ella había resultado maravillosa a pesar de los niños que nunca llegaron, de los sueños que no se cumplieron, de la lucha que fue decayendo con el correr de los años.
En la misma casa pasó toda su vida. En ella se casó con Lucía, siendo muy joven. Una foto que colgaba sobre el respaldo de la cama la mantenía hermosa. Recordó el momento que la habían sacado, el perfume que usaba entonces, su lápiz de labios, el colorete en sus mejillas, un poco exagerado por el toque de tinta que aplicaban a la fotos antiguamente.
Pensó cómo era posible que hiciera ya un año que Lucía había muerto, si ella desde su foto, lo miraba sonriendo como si no se hubiese enterado de nada.
Y otra vez, como tantas, se dejó dominar por ese pasado que le tocaba el hombro, que golpeaba a su puerta, que corría por los pasillos llevándolo de la mano en un viaje infernal.
Otra vez, como tantas, cerró sus puños en una blasfemia, decidido a terminar con esos recuerdos que vagaban como sonámbulos por toda la casa, en los cuadros, en los sillones, en las plantas.
¿Y después?.. ¿Qué haría después de haber destruido ese mundo sin horas ni edad? Eso le pertenecía, era suyo. Él mismo lo había moldeado con sus manos expertas en el correr de los años. Era su existencia entera sembrada de fantasmas.
Era su ser y el de ella, eternizados en reflejos.
Habían pasado de ser la pareja de recién casados, a ser los más viejos de la cuadra. Por sus ojos pasaron un sinfín de niños que crecieron y se fueron. Una cantidad de familias que ya no estaban. Historias de todas las casas, sus fiestas, sus alegrías y sus tragedias.
Ellos atesoraban esos recuerdos y los contaban a todo aquel que quisiera oír esos viejos relatos. Era lo único que les estaba quedando, además de sentarse en la puerta a tomar un poco de sol y contemplarse mutuamente, como para retener esa imagen para siempre eterna.
Habían podido celebrar sus ochenta años con todos los vecinos y eso los llenó de emoción. Tanto así, que no se durmieron sino hasta muy tarde, comentando la reunión.
Y esa, fue su última reunión juntos.
De eso hacía ya más de un año y él no se podía acostumbrar. La extrañaba mucho.
Y lo peor de todo, es que la tenía siempre presente, como si ella no se hubiese ido.
Decidió que no la dejaría ir, si Lucía no quería.
Miró el sillón; seguía estando en el mismo lugar de siempre. Le pasó un plumero a sus lentes, acomodó las gastadas pantuflas, coloridas revistas, los interminables tejidos y terminó por preguntarle cómo estaba. Si tenía frío le traería la estufa y la leche no demoraría en llegar.
Prendió la tele y puso el programa de entretenimientos que miraban juntos…
Y sonrió…

Sonrió porque la tenía de nuevo, después de un año de una ausencia que ninguno de los dos quiso explicar.

Mónica Marchesky
Publicado en A.E.D.I. Montevideo Uruguay año 2001